El Papa pidió que le lleven a él las"pruebas" de que el obispo Barros presenció abusos de Fernando Karadima en Chile. Y desconoce a la justicia chilena y a los curas que condenan la designación del ex sacerdote castrense al frente de la diócesis de Osorno.
“Tráiganme una prueba en su contra. Cuando la traigan, veremos. Son todas calumnias”. La frase fue pronunciada, fuera de agenda y, por lo tanto, con estridencia, por Jorge Mario Bergoglio en su rol de papa Francisco, en Chile, ante la consulta sobre la presencia en sus actos del obispo de Osorno, Juan Barros, sindicado como testigo indolente de casos de abusos del cura Fernando Karadima.
Barros fue sacerdote por 30 años y se desempeñó como obispo castrense -de las Fuerzas Armadas- antes de su nombramiento en Osorno. Estuvo en todos los actos de Francisco en Chile y muchos católicos creyeron que su presencia “empañó” la visita.
Fue el centro de atención de la prensa y la piedra angular de las críticas de víctimas de abuso sexual por parte de sacerdotes católicos. Tanto, que el Papa tuvo que salir a decir algo fuera de libreto. "Juan Barros estaba parado ahí, mirando, cuando me abusaban a mí. No me lo contaron, me pasó", dijo en ese momento Juan Carlos Cruz, uno de los denunciantes del "Caso Karadima", el episodio que se conoce como la bisagra entre un chile religioso y el de ahora, segundo en Latinoamérica en cantidad de ateos y el que más desconfía de la figura papal.
Fue el centro de atención de la prensa y la piedra angular de las críticas de víctimas de abuso sexual por parte de sacerdotes católicos. Tanto, que el Papa tuvo que salir a decir algo fuera de libreto. "Juan Barros estaba parado ahí, mirando, cuando me abusaban a mí. No me lo contaron, me pasó", dijo en ese momento Juan Carlos Cruz, uno de los denunciantes del "Caso Karadima", el episodio que se conoce como la bisagra entre un chile religioso y el de ahora, segundo en Latinoamérica en cantidad de ateos y el que más desconfía de la figura papal.
Más allá de las actitudes de la Iglesia lo que cabe como objeto de análisis aquí es la del propio Bergoglio. O ambas, en todo caso. La Iglesia en principio siempre niega las denuncias y, lejos de castigar a los presuntos responsables, los reubica y “condena” a la oración en algún lugar de retiro. Tiene una relación chocante con las normas de la Tierra. Se siente por encima de las decisiones de los hombres. Actúa como si quisiera todo el tiempo restablecer el comando de una humanidad videogame que les resulta díscola al establecer leyes extrañas a sus patrones y cánones, por fuera del único reglamento que reconocen, el que les es propio y les conviene.
Y Bergoglio se contradice: sus enemigos internos lo quieren desplazar (y hasta desde Paraguay y otros puntos amenazaron con un cisma) por su “aire fresco” que, se cree, pretendía cambiar costumbres herméticas y enfrentadas a la sociedad de la que nutre sus filas y recursos. Sin embargo, el propio Bergoglio, a la hora de tener que actuar, trata de "calumniadores" a quienes fueron víctimas de su ejército de sacerdotes privados de sexo por norma y, por lo tanto, algunos de ellos resultan cultores de perversidades desde la clandestinidad, haciendo, además, un abuso de poder: sus víctimas son acólitos que creen que quien los abusa goza del poder de Dios quien, además, "es todopoderoso" y dispone de los días de todas las personas inclusive después de muertos.
Es este punto el que genera resquemor, aun, entre los bergoglianos del mundo que celebran sus gestos simbólicos fuertes en pos del aggiornamento católico, pero que –a la hora de los hechos concretos- termina consolidando el status quo de prácticas ajenas a las normas de convivencia establecidas fuera de la Iglesia, pero a las que la propia institución (y sus integrantes) deberían acogerse.
Así como Bergoglio perdona y entusiasma a quienes han cometido delitos (y condenados con pruebas por ello) a “soñar con un horizonte fuera de la privación de la libertad”, como lo hizo en Santiago, en una cárcel de mujeres, a aquellos que han sido víctimas de delitos perpetrados por miembros de la institución que lidera los trata de "calumniadores" y les exige elementos probatorios elevados a su altar papal. No los habilita siquiera a sacarse de encima el peso de lo sufrido y menos, a la reparación. No le resulta suficiente el accionar de la justicia extraeclesiástica que así lo dice. Y tampoco, le conmueve que en febrero de 2015, al conocerse la designación papal de Barros como obispo de Osorno, unos 30 sacerdotes y diáconos de esa ciudad le enviaran una carta al nuncio apostólico, Ivo Scapolo, donde decían sufrir "mucha tribulación" y estar "confundidos e irritados" por tal nombramiento.
"No nos sentimos acogidos, menos comprendidos por la jerarquía de nuestra Iglesia", aseguraron a través de la carta al representante vaticano en Chile. "Los abusos sexuales nacen y se alimentan del abuso de poder y aquí ha habido un abuso de poder clarísimo, principalmente del Nuncio", le comentó en aquel momento Felipe Berríos, sacerdote jesuita y uno de los religiosos más críticos de la actual jerarquía chilena.
Hay una desmesura en el tratamiento que se le da a Bergoglio/Francisco desde la Argentina: se lo defiende y critica en exceso y sin argumentos contrastables, en general.
Pero si para algo los cardenales del mundo lo eligieron era para cerrar la larguísima etapa de dominación de una curia romana que se volvió vomitiva en sus prácticas imperiales, escondiendo delitos, nadando en dinero que lavaba el Bando Vaticano, moviéndose entre lujos y lujuria, poseyendo cuanto quisieran tener, inclusive, la dignidad de niños y adultos.
La lección de un Bergoglio volviéndose un Francisco de gestos humildes y revolucionarios hizo que los fieles que se apartaban de la Iglesia cual sangría, se quedaran y en muchos casos, volvieran. Unió a derecha e izquierda con sendos abrazos, al nombrarles los santos que querían a los teólogos de la liberación y a los opusdeístas.
Aunque muchos se entusiasmaron en demasía y con mucha anticipación con sus contundentes gestos primarios, nadie creyó en la profundización de cambios dogmáticos de fondo, vinculados tanto al trato que se les da a las mujeres en la Iglesia, como al ¿perturbador celibato? a la que se obliga a todo el mundo tras los muros de sus propiedades o, a la relación con la diversidad sexual que encubre hacia adentro y condena hacia afuera. Pero sí se esperaba el final de la doble moral, al menos en lo que le confiere a su propio rol.
Su respuesta en Chile impacta y desnuda: la Iglesia parece no querer dejar jamás de mirar su propio ombligo. Ni dejará de obligar a que todo el mundo lo haga.
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